martes, 21 de junio de 2011

El fotografo Francisco Mata nos visita en "El forastero"



FRANCISCO MATA O LA ACCIÓN VISUAL DEL PENSAMIENTO


Gildardo Montoya Castro

Escribe Eduardo Chillida estas líneas puntuales: “Uno no debe olvidar que el futuro y el pasado son contemporáneos”, y con este impulso incisivo paso a señalar que si aguzamos el manar memorioso podríamos recordar una observación del maestro Gustave Flaubert referente al ejercicio literario pero cuya resonancia, creo, involucra necesariamente a cualquier expresión deseante de lo artístico. Flaubert diserta acerca de que las cosas, los seres, pueden decirnos “un algo más”, si sabemos mirarlos con demorada atención. Esto es, cualquier sujeto u objeto en designio una golondrina, un árbol, acaso una sencilla muchacha con “la falda bajada hasta el huesito” guarda un misterio, una esplendente fuerza significativa.

Desde hace muchos años, el fotógrafo Francisco Mata Rosas sale a las calles de la Ciudad de México (“lo mío es la vagancia”) tras ese “un algo más” flaubertiano para así trastocar, transfigurar esa “foto” directa que la realidad le entrega, adentrándose en el vivísimo y pródigo tejido de la cultura popular urbana, cual si dijera, como José Carlos Becerra, en una relación de los hechos: “Conozco esta ciudad, estos orines de perra, esta piel acechante de gato, estas calles que he recorrido mirando en silencio lo que me devora.”

Cuenta Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras que cuando decidió conocer Dublín para contrastarlo con el que “retrataba” James Joyce en su Ulises, lo ganó el desconcierto al encontrar una ciudad bella, con gente dispuesta al júbilo y que “no tenía la densidad, la sordidez ni la metafísica grisura del Dublín de la novela.” Joyce había inventado su propia ciudad en la memoria; y no es que traicionara a la verdad “aparente”. El escritor, gracias a la sólida y sensible construcción de un punto de vista muy particular, totalmente subjetivo, redimensionaba su ciudad, la descubría entrañable.

Esa es, precisamente, la percepción, la sensación que brota: entrañable, cuando se recorren las imágenes una especie de lotería visual-vivencial de lo humano: sueño, besos, amistad, miradas, manos… que Mata Rosas ofrenda en Un viaje, libro dedicado al Metro de la Ciudad de México.

En efecto, cuando el lector-usuario-espectador vuelve a insertar un boleto y se encamina a algún encuentro o destino, ingresa de nuevo a la ciudad ambulatoria, subterránea, y descubre con asombro por enésima-primera vez el calidoscopio de los vagones que materializan apretadamente todo tipo de superlativos adjetivales (supra, ultra, mega…), y sus ojos también se vuelven uno solo recreando al cíclope encantado “habitado por un canto” que atrapó con su lente a las parejas besándose (“Cada beso llama a otro beso. ¡Con qué naturalidad nacen los besos en esos tiempos primeros del amor!”: Proust) mientras encima y detrás de ellos se despliega un cartel con su silente y ¿fortuito? reconocimiento: “Te lo mereces”.

Hablé antes de lotería. Tendría que haber dicho vida, el azar quintaesenciado que nos tiene aquí y que nos da identidad, pues todo nuestro periplo por el mundo es una imitación de ese “toque” vital, y desde que nacemos barajamos las cartas de nuestra existencia asumiéndonos como parte de su juego. Y entonces aparece un jugador extraño, alguien que nos ofrece sus cartas y que nos hipnotiza con su entrecruzamiento de luces y de sombras.

Detengámonos, así, en dos de las imágenes-cartas arrebatadas a la realidad por este jugador. Dos hombres, cada cual por su lado, deambulan carcomidos en el aterido silencio de su herrumbre. Uno de ellos duerme en el olvido de sí mismo y del mundo, encobijado de peldaños, al pie de una escalera que tal vez en su sueño lo conduce al cielo como lo hace la imagen con nuestra mirada, presta al abordaje hacia ignotos andenes e inciertas estaciones.

Es por esto que dudo. ¿Y si el que duerme es otro? ¿Y si no es el que sueña? Y casi confirmándolo aparece el que falta, maduro de ser otro, al borde de sí mismo y de las vías del tren, sumida en el silencio su imagen, muda intensidad acogiendo los ecos de antiguas resonancias rescatadas por Antonio Porchia: “No, no es nada, nada. Es sólo el dolor.”

Y la secuencia avanza. Ahora un campesino escala andamios o remonta escaleras como atendiendo un mandato, espejeante jalón de providencial y proverbial armadura cual granítica circe. He aquí la carga imaginativa de lo visual, precisa y preciosamente asentada en el talante de su composición. Todo pareciera imantarse a la yuxtaposición, al amontonamiento del rompecabezas urbano, ese sólido entreverar geométrico: tubos, acero, cemento, casas que son cajas, puentes, deprimidos… Escribe Mata Rosas en algún artículo: “Documentar es interpretar y comunicar; cuestionar afirmando”; también “la acción de ver es una acción del pensamiento.”

Barajar, murmuro, doy vuelta a la hoja, entronque de mirada, transito a otra bitácora del viaje y me dejo llevar por la oscuridad subterránea a donde la luz, el Metro, serpentea urbe ciudad arriba y abajo, abismal, el Cristo tendido a la vera, fugacidad, el Metro alejándose, raudo, tan distante… del Cristo.

Me estoy yendo. Pero en el Metro llevamos en vilo al tiempo, ¿o nos lleva él? No, lo llevamos nosotros. He aquí la prueba. Este personaje que carga en las manos un reloj de pared, me hace penetrar en cierto intersticio, sueño desencajado de lo real, pues ya lo estoy abordando con inusual exquisitez: ¿Sabe usted lo que comenta el Johnny Carter, saxofonista y toxicómano del relato imprescindible El perseguidor de Julio Cortázar? El hombre guarda prudente silencio. Extraigo el librito de marras de mi bolsillo, busco la página y practico, a petición de mí mismo, la lectura en voz alta: “¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? […] Sólo en el Metro me puedo dar cuenta porque viajar en Metro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese tiempo de ustedes, de ahora, pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando…”

TRANSICIÓN. Antes de dar paso a otras palabras en mi texto, ¿será oportuno mencionar que Francisco, su mester visual, no desdeña la foto insólita, desconocida, la que encuentra en el camino diario --en este viaje expositivo es evidente su presencia -- , pero habrá que añadir su predilección por “retar” a la realidad, hacerle guiños, trampas, “construirla” para descubrir su almendra, destello latente, que no conoce el tiempo?

Después de un largo trayecto en su quehacer profesional, el fotógrafo, necesariamente, hace un recuento, un balance de las miles de imágenes realizadas y comunicadas a través de periódicos, revistas, galerías y museos de su país y del mundo. Entonces tal vez suele preguntarse: ¿Habré sido capaz de crear una foto que permanezca en la memoria del espectador? En el presente libro se puede apreciar una imagen, la muerte en vivo, caminando, asomándose al exterior del Metro Zócalo, digo, la cual, desde hace algunos años pertenece a ese tipo de obras inscritas en el paradigma de lo inolvidable; pero en esta ocasión me gustaría agregar una, otra, la que pareciera abarcar todas las potencialidades, las exigencias artísticas que requiere un fotógrafo para descubrir y perpetuar una imagen: depurada habilidad sintética para aprehender, límpidamente, el sujeto o situación promisoria; necesaria hiperestesia en la composición y una capacidad que, como diría Octavio Paz, le permita colocar “la flecha del ojo / justo / en el blanco del instante”, y una última, misma que borda la unicidad ético-estética: desatar el asombro solidario. Me refiero a la foto donde se observa a una mujer que vende tortas a nadie en la penumbra. Aquí, el artista, su visión de poeta, quien pulsa con luz la acción del pensamiento, capta ese quebranto, una creciente oscuridad, el baldío grito imposible de la mujer. ¿Qué sostiene a la danzante mesa, los alimentos terrestres donde nadie aparece, el desamparo, la soledad de ser en el tiempo, su irrealidad?

Este viaje con viso duradero que hoy nos propone Francisco Mata Rosas en su introspectivo recorrido por el Metro de la Ciudad de México, muestra la sólida convergencia racional, intuitiva, reveladora que todo verdadero artista carga en sus alforjas, en el imaginativo telar del pensamiento.

En el instante que Francisco oprime el botón sensitivo de su cámara, ¿cuál será, aventuro, la recepción, los modos de ver del posible espectador? Yo, aquí, sólo puedo signar un punto de vista, decir que el hilar de fotos son besos, fresco antojo estampado en la dicha que tantos merecen o también múltiples rostros huidizos, esquivos, acaso Teseos reptantes en el interminable laberinto… ¿Cuándo vendrás, Ariadna? Imágenes, escritura con luz que narra el peregrinar doliente del nazareno en el doquier de estaciones, claroscuro, que bullen, cargan consigo un antiguo ilusionado anhelo litúrgico; asimismo, corolario, constelación, manos, hervidero, tantas sensaciones que se juntan apretadamente, en el horizonte tubular del tiempo ausente de espacio. Voy a insertar otro boleto, Odiseo. Atención, atención, quiero seguir mirando lo que encontró Francisco en su estadía sinuosa en el Metro. Concluyo: su estela entrañable, inteligente lotería visual-vivencial de lo humano.

Corre película

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